*por ALEJANDRO NESPRAL

 

Para muchos de nosotros el paso por los distintos niveles educativos representan algo así como 15 años de vida si contamos desde nuestras primeras épocas del jardín de infantes hasta el final de la secundaria. La escuela es esa institución donde además de educarnos, o pretender hacerlo, nos acompaña y se vuelve testigo de nuestra transformación: desde pequeños niñitos con dificultad para pronunciar la “r” hasta casi jóvenes con acné, sueños y anhelos de un mundo distinto.

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El duelo es esa experiencia vital que más tarde o más temprano nos toca vivir y experimentar sencillamente por nuestra condición de humanos. En general no pide permiso, no se fija en qué momento hacer su aparición. Sucede sin más cuando quiere. Desde una aproximación estadística no es nada raro que el duelo suceda en la época escolar. Tantos alumnos, tantos adultos, es cuestión de sentarse a esperar que pase. Si no sucede este año a lo sumo será el que viene. Es previsible, natural. Un docente adulto fallece, o un padre o madre, o menos frecuentemente un alumno.

Sin embargo, son pocas las escuelas que incluyen el duelo dentro de sus currículas, ejes educativos y programaciones. Las razones abundan, son variadas, cada institución tiene las suyas. Una ensalada de argumentos con ingredientes variados: prejuicios, temores e inexperiencia. Como si en silencio las escuelas supieran que el duelo puede suceder y aun así decidieran no preverlo.

Mejor ni nombrar a la muerte, no vaya a ser cosa que la llamemos.

 

Y un día, lo impensado. Un accidente, por ejemplo. Las primeras horas resultan caóticas: ¿quién se murió?, ¿cómo fue?, ¿qué hacemos?, era tan chiquito. Se suceden los llamados telefónicos entre directivos, docentes y padres.

La experiencia de enfrentar un duelo muchas veces lleva a una escuela hasta sus límites. Pone a la institución a prueba como equipo de trabajo capaz de brindar y brindarse contención y con más o menos contundencia obliga a pensar una respuesta institucional. ¿Damos asueto?, ¿quién se lo va a contar a los chicos en la ronda de la mañana?

Pero antes aún, los enfrenta individualmente a sus puntos de vista, sus creencias particulares. Un escuela, antes de constituirse en un equipo de trabajo son personas con sus miradas del mundo, sus ideas de cómo son las cosas, sus miedos y sus saberes. Su historia vivida.

Para mí hay que dejar que los chicos saquen el tema,
si ellos deciden no hablarlo no tenemos que ser nosotros los adultos
quienes digamos algo


Una escuela que vive un duelo atraviesa etapas parecidas, acaso muy parecidas, a las que vive una persona en el plano individual. El shock inicial, el no entender o no poder aceptar lo que pasó, la bronca por lo sucedido, la pena profunda y el intento por integrar lentamente la pérdida a la vida que sigue, intentando rearmar una nueva realidad sin el que ya no está. Pero hay un sutil detalle que exige a la institución algo que a nivel individual no siempre se hace presente: la escuela como tal tiene una meta por su propia razón de ser: educar, y tiene personas que le dependen y que se van a ver directa o indirectamente influenciados por sus acciones, sus alumnos.

Un docente en duelo son dos cosas: una persona que debe encontrar un sentido a una pérdida y un adulto que tiene la tarea central de educar a ese niño que también debe enfrentar la ausencia. Esta doble función del docente en duelo provoca en el adulto educador uno de los desafíos más grandes de su práctica educativa.

A mí nadie me enseñó qué hacer con el duelo de mis alumnos.

 

Lo que pasó está ahí, imposible de ser modificado. El misterio de la vida, un descuido en una curva o esa enfermedad injusta. Algo trajo el duelo. Acompañando escuelas en duelo a veces nos toca contarles a esos docentes que el duelo puede ser una oportunidad.

Para oportunidades así, ¡preferiría no tenerlas!

Dijo un docente hace un tiempo en una reunión con una escuela que horas antes se había enterado del fallecimiento de uno de sus alumnos. Y sonreímos al escucharlo. A veces también podemos sonreír cuando estamos en duelo.

Pero oportunidad al fin. Una oportunidad para hablar de lo que a veces cuesta, de lo que no se dice. Una excusa para acompañar a esos niños-alumnos en esa época tan humana, tan dolorosa, como es la pérdida. Un momento para que la escuela detenga su ritmo de avasallante entrega de conocimientos y prácticas y de lugar a vivenciar una experiencia, a ponerle palabras, a descubrir el corazón y sus gritos, sus tajos. A acompañar a esos niños a vivir unos de los capítulos de la experiencia humana: el duelo.

Una escuela que atraviesa un duelo tiene delante de sí una situación dolorosa y desestabilizadora. Pero a la vez tiene un desafío: ¿qué vamos a hacer con esto que (nos) pasó? ¿Qué vamos a hacer con este dolor? ¿En qué lo vamos a transformar?

La educación es una práctica como la salud, en permanente crecimiento, en constante reflexión. Es una acción dinámica, el horizonte de la educación, como el de la salud, se aleja cada vez que nos decidimos a alcanzarlo.

Además de educar, lidiar con todos los dramas sociales que tienen nuestros alumnos,
saber que si no le damos el almuerzo quizás no comen, además de eso,
¿tenemos también que ocuparnos de su duelo?


Se produjo un silencio luego de que aquella docente dijera eso. Hubo caras, gestos, miradas buscando respuestas en lo profundo de cada uno, en las razones íntimas que llevaron a elegir la vocación de maestro. ¿Qué es ser docente? ¿Hasta dónde llega el acto de educar? Al final, acaso haciéndose cargo del silencio que sus palabras habían provocado volvió a tomar la palabra:

Y sí, claro que sí, hablar del duelo también es educar.


Algunos de la ronda volvimos a sonreír.

 

* Médico Pediatra Paliativista, Fundación IPA