Les compartimos el cuento que da tÃtulo al segundo libro de Alejandro Nespral, publicado en 2022.Â
DOS SILLONES
—Mamá, ¿seguro que no querés que me quede?
—Pero, Ignacio, andá tranquilo. Además, ya te ocupaste de nosotros todo el dÃa, mejor descansá. Mañana a la mañana nos volvemos a ver.Â
Dudó, no sabÃa si hacerle caso a ella o a su pálpito. Al final se decidió, buscó el abrigo y, mientras se despedÃa dándole un abrazo, por arriba de los hombros de su madre se quedó mirando durante unos segundos el living de su casa, o mejor dicho, de la que habÃa sido su casa durante tantos años. El piso de madera gastado, el cuadro con el paisaje difuminado que le traÃa nostalgia y los dos sillones, uno al lado del otro, contra la ventana que daba a la calle.
Ignacio atravesó el jardÃn hasta llegar a la vereda. Ya dentro del auto, con ambas manos sobre el volante, hizo el movimiento mecánico para poner el motor en marcha pero se frenó. Intentando disimular el llanto, agarró el celular y fingió hacer un llamado. Unos metros más allá, detrás del vidrio, Mabel miraba la escena con ternura, sin entender por qué tardaba tanto en irse.
Después de un rato de estar parada contra la ventana, Mabel cerró la puerta con llave y fue hacia la cocina. Se preparó un mate cocido con leche y caminó hasta la ventana, a sentarse como cada tarde en su sillón. Faltaban pocos minutos para el atardecer. No querÃa perderse estas últimas puestas de sol de abril, mayo estaba por llegar y con él, las interminables y monótonas lluvias de otoño.
Se sentó y apoyó la taza caliente sobre la mesa que tenÃa al lado del sillón. Las personas suelen tener un rincón favorito de la casa y este era el suyo. Su hijo y su marido siempre le habÃan dicho “livingâ€, pero ella preferÃa llamarlo “comedorâ€. HabÃa adornos por todos los rincones, memorias de viajes: una vasija de barro de Jujuy, un mate de madera de Traslasierra, una foto dentro de un marco que decÃa “Puerto Madrynâ€. Y, junto a la ventana, los dos sillones.
Cada uno era distinto: el de Mabel era el más viejo, tenÃa el tapizado gastado y olor a mueble antiguo. Apoyada sobre el respaldo solÃa colgar una manta marrón, herencia de su abuela Irma, bisabuela de Ignacio. El otro sillón, el de él, estaba forrado en gabardina verde oscura. LucÃa una particular mancha contra el respaldo, motivo de discusión sobre el cual nunca habÃan logrado ponerse de acuerdo en relación a quién, cuándo y cómo se habÃa producido.
Se sentó y probó de un sorbo el mate cocido para asegurarse de que estuviera bien caliente. Miró hacia el costado y suspiró, mezcla de tristeza y alivio. Agradeció tenerlo a su lado. Por unos segundos, los recuerdos la invadieron: él, su compañero de banco, su novio tÃmido de la adolescencia, el papá de su hijo, el hombre que tanto amaba. Pero el gesto de ternura se desvaneció en un instante, cuando volvió a tener ese pensamiento, a recordar esa noticia en forma de piedrazo en la frente: su marido estaba enfermo.
Lo sabÃa pero no querÃa saber ni qué enfermedad era ni cómo se llamaba eso que tenÃa. Ignacio, junto a sus amigos, hacÃa semanas que intentaban contarle, pero ella se escurrÃa: se hacÃa la distraÃda y se ponÃa a hablar de otra cosa. Pasaban los dÃas y ellos comenzaban a impacientarse. “¿Cómo se lo decimos?â€, “Mamá no entiende. Cuando caiga, el golpe va a ser terribleâ€, “Mejor no le contemos. Se va a deprimirâ€, “Digámoselo y listoâ€. Frente a cada intento por sentarla y hacerle escuchar la noticia, ella sacaba a relucir su sonrisa diciendo frases del estilo de “Ya se va a mejorar†o “Ay, hijo, no debe ser para tantoâ€.Â
Fue a la cocina y se hizo otro mate cocido. Volvió al sillón. Los quejidos parecÃan haberse calmado. Sin mirarlo, dijo: “Viejito, ¿no querés que te haga algo? No sé, un caldo, un té, algo tenés que comerâ€.
ConocÃa el significado de esa mirada. Sin darse cuenta, las parejas de tantos años van construyendo un lenguaje a fuerza de códigos: te miro de esta manera y vos sabés que necesito un abrazo, hacés ese movimiento de cabeza y no hace falta que me digas que querés irte a la cama. No insistió, siguieron en silencio. El momento mágico del dÃa estaba a punto de llegar.
Volvió a mirar hacia el costado y le dijo: “No te preocupes por Ignacio, ya sabés cómo es él. Siempre exagerando todo. ¿Qué me quiere contar? ¿Que estás enfermo? ¿Qué se cree? ¿Que no lo sé? Pero ya te vas a recuperar, ya vas a ver, haceme caso… pero más vale que tomes algo, porque sin lÃquido nadie se cura. ¿Seguro que no querés que te prepare algo?â€
El rojo de la tarde fue haciéndole lugar al rosa, que de a poco fue palideciendo, como si un motor escondido entre las nubes se fuera quedando sin la fuerza de pintar las montañas de colores.Â
“Se está haciendo de noche, viejo. ¿Te dije cuánto me gusta mirar atardeceres con vos?â€
Terminó el mate cocido con pequeños sorbos. Se quedó sentada en su sillón unos minutos, con la sensación de montaña todavÃa en los ojos. Estos últimos tiempos habÃa empezado a ver en el atardecer su propia metáfora, su hora, su vejez apagándose lentamente. Pensó en contarle a su hijo sobre esto de la vejez que se apaga pero no querÃa ponerlo más triste de lo que estaba con lo de la enfermedad de su padre. Sin necesidad de estirar mucho el brazo, agarró su manta y se tapó.
Al dÃa siguiente, Ignacio volvió a la casa de su madre. Amaneció con la decisión de contarle de una vez la noticia. Manejó las doce cuadras pensando en cuál serÃa la mejor manera de decÃrselo, si de una o explicando todo en detalle. Trató de imaginar si ella finalmente entenderÃa o si se enojarÃa con él… o quién sabe cómo podrÃa reaccionar.
Estacionó el auto en la puerta y miró en dirección a la casa. Se sobresaltó. Le llamó la atención ver las cortinas de la ventana abiertas. No era algo habitual. Su mamá tenÃa la costumbre de siempre cerrarlas antes de irse a dormir. Bajó rápido del auto y corrió por el pasto hasta llegar a la ventana.
Sintió su corazón paralizado cuando vio a su mamá recostada en el sillón, quieta, inmóvil. La angustia de tantas semanas le hizo imaginar lo peor. Tardó varios segundos en darse cuenta de que respiraba, sólo que lo hacÃa muy lentamente. ¡Qué estúpido soy!, pensó. Se quedó asÃ, parado, mirando a su madre a través de la ventana.
De golpe, como una fuerza extraña pujando desde lo profundo, comenzó a llorar. Los últimos meses llenos de dolor, los cambios en las conductas habituales, las consultas a especialistas, los tests de memoria, el diagnóstico, los trámites, la reorganización familiar. Como una bolsa sobre sus hombros sintió el peso por aún no haberle contado la decisión que habÃa tomado: lo mejor serÃa un geriátrico.Â
Cualquier vecino que en ese momento estuviera pasando por la calle habrÃa sido testigo de una escena extraña: un hombre detenido en un jardÃn, mirando una ventana con ambas manos en los bolsillos. Unos metros más allá, detrás del vidrio, alguien descansando en un sillón junto a una mesa colmada de tazas con saquitos de té aún colgando, casi todas llenas.Â
A lo lejos, un detalle pasarÃa desapercibido: la señora sobre el sillón no estaba sonriendo, sino que tenÃa ese gesto perdido, ajeno, que suelen tener las almas bañadas por la paz de la desmemoria.
HabÃa algo más, habÃa un segundo sillón que estaba vacÃo, pero seguro eso no habrÃa llamado la atención de nadie.
