El verano se desgasta y con la llegada del otoño llega también la proximidad del primer aniversario. El calendario marca apenas unas semanas hasta el día que cambió todos los demás; tan solo cuatro. Quisiera tener más tiempo. Quisiera que no fuera inminente ese momento.
Súbitamente la invade el mismo miedo que sintió cuando su bebé fue a Neonatología. Intenta calmarse diciéndose a sí misma que sólo es una fecha, que lo importante es lo vivido desde entonces; las idas y vueltas que permitieron explorar la ausencia y construir en torno de ella. Pero la agitación no amaina. El calendario desata en su interior una marejada.
Intenta aferrarse a la sensación de bienestar que encontró al hurgar la tierra; a esa inexplicable conexión con su bebé que descubrió a través de la jardinería. Intenta concentrarse en esos gestos simples y hasta sutiles que transformaron la ausencia en la compañía escurridiza que ahora la habita. Pero no logra recobrar la calma. Su corazón late furioso y sus manos se empapan de sudor. El 16 de abril parece un sumidero que succiona todos los días que le antecedieron. Descama su duelo desaforadamente y la sitúa otra vez frente a la muerte y su bebé inerte.
La tensiona reencontrarse así con ese instante. Se resiste a que la devore, otra vez, la desmesura. Imagina el 16 con la esperanza de encontrar en él algo distinto. Ensaya cómo atravesarlo sin perderse en el intento, ni perder lo atesorado en el trayecto. Medita, ensimismada, cómo significar un año de vida y muerte, de sutura y quiebre, vacío y densidad.
Inesperadamente la interrumpe un “Ma, ¿cómo hacemos para el cumple?”. La inquietud la descoloca. Su preocupación por el aniversario eclipsó el día del nacimiento, incluso más inminente: el 13. Entre el asombro y la incredulidad, escucha a sus hijxs planificar ese día: “La torta que sea de cielo, que tenga estrellas y un arcoíris”, “Que de regalo le traigan flores para el cantero o alguna piedra”, “Que la velita la sople el viento”, “Que lxs que vengan se lleven origamis de recuerdo”, “Que su maitén tenga guirnaldas”, “Que le mandemos mensajes en globos o en barriletes”.
Desborda amor ante ese amor fraterno, y también desborda dudas. No encuentra a su alrededor unx muertx al que le celebren el cumpleaños. Piensa en su abuela y los 26 de mayo, siempre especiales pero que dejaron de agregarle edad. Tal vez porque murió con 93 y dio tanto de sí, fue innecesario que siguiera creciendo. Piensa en su bebé y en esa sensación de haber perdido a alguien sin llegar a conocerlo; en esa ausencia sin bordes definidos que cambió sus vidas. Reversa el tiempo y se pregunta si lo que ha hecho ha sido transformar ese vacío y darle consistencia, si al cultivar la tierra está cultivando también su maternar y esa existencia.
Tal vez sus hijxs no proponen un absurdo. Quizás sólo necesitaba darse cuenta de que hay ausencias densas, que en sí mismas tienen fuerza, y que hay otras más ligeras, que se espesan al hacer cosas con ellas. Ya no duda qué quisiera en estas fechas: que esta ausencia crezca, que se nutra de vivencias.
Los días que siguen son un vaivén entre hoy y hace un año. Se recuerda entonces preparando el bolso que contendría todo lo necesario para cuando su hijo naciera, y se ve a sí misma ahora, preparando origamis y guirnaldas para honrar su huella. Se recuerda feliz, y se descubre emocionada; envuelta en una ternura que mixtura un dejo de tristeza, agradecimiento y satisfacción. El 13 vuela entre barriletes. El 16 llega, contundente. Ella se levanta temprano y se desliza sobre una hoja en blanco: “Abrazarte otra vez no puedo, Milo, pero he descubierto tantas otras formas de sentirte que a eso me aferro. No querría nada distinto a lo que tengo”.
Además de licenciada en Sociología, doctora en Filosofía y docente universitaria, Ailin Reising es una mamá a la que las vueltas de la vida acercaron a la reflexión sobre la muerte y las emociones.
A cuatro años de la llegada y la pronta partida de uno de sus hijxs, toma coraje y pone en palabras su dolor y sus procesos. Porque la palabra es el mínimo código común en que podemos compartir situaciones siempre tan únicas, pero también tan eco de dolores de otrxs. Al leer su duelo como una oportunidad de dialogar con esos otros dolores, deja de ser “su propio duelo” y toma una dimensión compartida que lo saca de ese lugar al que culturalmente este tipo de pérdidas está condenado: la esfera de lo íntimo, lo personal (a lo sumo, familiar), pero en silencio respecto del resto del mundo.
Contundente y tierna, como es ella, nos regala cada dos semanas sus “Escenas de duelo perinatal”.