Con la aprobación del proyecto de ley de eutanasia en España, el tema ha vuelto a instalarse en la agenda pública. Sus repercusiones son notorias: Uruguay discute su propio proyecto de ley, mientras en Chile y en Perú comienzan a darse los primeros pasos. Argentina no es la excepción. Movidos por la necesidad de abordar legal y éticamente el tema, algunos funcionarios y funcionarias ya vienen trabajando en un proyecto de ley de eutanasia a nivel nacional.

Más allá del contenido específico de cada proyecto o debate, lo cierto es que, sean o no profesionales de la salud, las personas suelen tener una posición tomada sobre si debería existir o no un derecho a la eutanasia. Las posturas van desde la apelación a la libertad individual para decidir cuándo morir hasta la defensa de la vida humana como un valor en sí mismo. Si bien estas posiciones parecieran irreconciliables, considero que la mejor forma de llevar a cabo un debate —que es absolutamente necesario tener como sociedad— es generar un piso de entendimiento común. Decidir si la eutanasia debe ser o no un derecho debería ser uno de los pasos finales de un largo proceso a partir del cual intentemos desarticular los sentidos que se encuentran implícitos en cada una de las posiciones que tomamos frente a este debate. 

Quisiera presentar algunos ítems que, creo yo, podrían ayudarnos en esta tarea, guiado por dos preguntas que en primera instancia parecieran sencillas: ¿Por qué, como sociedad, nos cuesta tanto hablar acerca de la eutanasia? Y, fundamentalmente, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de eutanasia?

Creeríamos que, en principio, estamos hablando de la vida y la muerte. Y sí, en parte es así. Pero posicionémonos conceptualmente primero. Llevar a cabo una eutanasia implica matar a una persona que así lo solicita por estar padeciendo un sufrimiento insoportable e irreversible. La persona considera que seguir viviendo es un daño mayor para sí misma que morir, lo cual la motiva a optar por esta última opción. Hasta aquí, una consideración. Efectivamente, es difícil vivir con alguna enfermedad o condición irreversible que nos provoque un elevado grado de dolor. Pero, si es eso lo que motiva a la persona a terminar con su vida, ¿no bastaría con controlar sintomáticamente su dolor? ¿No existen especialistas que se dedican específicamente a eso? Es una objeción válida, sí, pero es un argumento que se sostiene a partir de una idea acotada de lo que implica el sufrimiento. Una persona puede padecer una condición que, en un sentido físico, no le provoque dolor alguno y, sin embargo, encontrarse en un nivel elevado de sufrimiento.

Si algo le han aportado los Cuidados Paliativos a la Medicina moderna es el concepto de “dolor total”. A partir de él, Cicely Saunders, pionera en el desarrollo de la filosofía paliativista, intentó conceptualizar la conexión que existe entre todas las dimensiones que componen a la persona: la física, la psíquica, la social y la espiritual. Si bien el dolor puede generarse a partir de causas físicas, su existencia nos impacta de forma total. Al mismo tiempo, padecimientos que no provocan dolor alguno, como la pérdida de movilidad en alguna parte del cuerpo, pueden generarnos un sufrimiento considerable. Pero ¿de dónde parte ese sufrimiento? Cada día me convenzo más de que parte de la pérdida de sentido. Hablar de eutanasia, quiero sostener aquí, es hablar fundamentalmente de una persona para la cual su vida ha perdido sentido.

Es muy común encontrar esta práctica asociada a enfermedades como la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Este padecimiento va, poco a poco, reduciendo la movilidad de la persona, hasta finalmente matarla. La solicitud de eutanasia en estos casos tiene que ver justamente con el hecho de que la persona pierde, de a poco, aquellas cuestiones que le dan significado a su vida: practicar algún deporte, tocar un instrumento, correr, saltar o hasta comer por sí misma. Todo se deteriora. A eso hay que agregarle la importancia fundamental que tiene la independencia como un factor cultural asociado a la madurez de la persona. Perder esa independencia termina teniendo el impacto existencial de perderse un poco, disolviéndose el sentido de lo que somos. 

Cuando surge el tema de la eutanasia y se debate como si fuese una cuestión de optar o no por la vida, lo que habría que preguntarse es: ¿qué vida? ¿Qué es, efectivamente, la vida? Porque la vida humana requiere mucho más que su manifestación biológica para tener sentido.

Y si bien hay cuestiones que nos atraviesan culturalmente como sociedad (y aquí me pongo en rol de antropólogo), como el valor que le damos a la independencia, otras formas de darle sentido a la vida se encuentran vinculadas con la trayectoria personalísima de cada individuo. Cosas que difícilmente podamos llegar a comprender en su entera profundidad. Pero cuando hablamos de eutanasia, considero, estamos hablando fundamentalmente del sentido de la vida humana. ¿Qué creemos, como sociedad, que requiere una vida humana para ser considerada tal? ¿Respirar, sentir, pensar, conectar con el resto? Si una persona considera que su vida ha dejado de tener sentido —y agreguemos el sufrimiento que esta situación genera—, ¿podemos solicitarle que se mantenga viva en los términos en que otras personas consideramos se está vivo? ¿O deberíamos respetar que, en su propio esquema de valores, ya no tiene sentido seguir viviendo con el padecimiento que la aqueja?

 

BIO Darío Iván Radosta

Estudió Antropología en la Escuela Interdisciplinar de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y bioética en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Intrigado por las ideas en torno a la muerte y al morir, se dedicó a investigar acerca del cuidado en el final de la vida dentro del movimiento hospice.

Actualmente forma parte de la Red de Cuidados, Derechos y Decisiones en el Final de la Vida de CONICET y es docente de la UNSAM y la Universidad Favaloro.