por ALEJANDRO NESPRAL*
gracias Rafa, al final seguimos charlando
sólo que los pasillos son más largos
Hace algunos días me llegó un video donde un médico hablaba en televisión sobre la terminalidad. Sus interlocutores lo escuchaban entre asustados y admirados, como quien presta atención a alguien que se “anima” a hablar de eso. Su alocución proponía la idea de que no estamos exentos de que un día alguien nos diga que “nos quedan seis meses de vida, pero que lo que nunca nadie nos va a poder decir es que nos quedan más de seis meses de vida”. El médico continuó su intervención y acotó: “con lo cual, aunque no me gusta la palabra terminal, somos todos terminales”.
¿Qué significados le damos a la palabra “terminal”? ¿Se es o se está terminal? ¿Cuándo comienza la terminalidad? ¿Somos realmente todos terminales?
…
Las palabras que utilizamos, el lenguaje que empleamos a diario, construyen la realidad que habitamos. Las cosas “son” de un modo, en parte, porque así las llamamos. Una palabra nunca es solamente una palabra; es además intención, historia y destino, cada palabra es múltiple. Cuando abrimos la boca para hablar creamos sentidos. Cuando decimos ponemos en cada fonema un conjunto de creencias y supuestos consensos de significado, aunque con el lenguaje creamos también disensos y diferencia. Nos referimos a algo y confiamos en que quien nos escucha produce una representación de ese algo, tal como lo concebimos nosotros. Con muchos términos sucede así, con otros no tanto.
En los pasillos de la salud, ese territorio simbólico que se dibuja entre consultorios, hospitales, sanatorios y hogares, espacios por donde transitan personas con enfermedades graves, frecuentemente aparece el uso adjetivante de la palabra terminal:
“Es un paciente terminal.”
Lo que parecería quedar claro es que terminal hace a la idea de que algo finaliza, que se acaba, que tiene una fecha límite. Pero, ¿qué queremos expresar cuando decimos terminal? Para que algo termine evidentemente tiene que haber comenzado. ¿Qué es lo que comenzó y por lo tanto termina?
¿La enfermedad? ¿La persona? ¿La vida? ¿El sufrimiento? ¿La esperanza? ¿La dignidad?
Es curioso cómo en general cuando se hace referencia a alguien que “está” terminal rápidamente se opta por nombrar a ese alguien como paciente: es un paciente terminal. No soy ingenuo, si afinamos el oído, seguimos escuchando formas idiomáticas más dudosas, más polémicas:
“Ése que está allá es terminal”, como si la enfermedad fuera un proceso donde de todo hay que despojarse, incluso de su/nuestro ser paciente. Terminal dicho así a secas, carga con el peso de lo peyorativo, con el desprecio disimulado por el que ya no es uno de nosotros y comenzó a ser uno de ellos: los moribundos.
Si el calificativo terminal intenta dar cuenta de que ese alguien, ese paciente, se encuentra en una etapa final de algo lo que ese algo suele ser, dicho o no, es la enfermedad.
Ahora bien, ¿una enfermedad es terminal o una enfermedad está en una etapa terminal? Cuando decimos “un paciente terminal”, ¿estamos haciendo una suerte de síntesis lingüística “de paciente con una enfermedad en etapa terminal”? Impresiona ser más que una simple acción económica destinada a ahorrar palabras y acortar frases. Referirnos a pacientes como terminales, obviando aclarar que quien conlleva la noción de terminalidad es la enfermedad y no la persona, nos expone a un riesgo que supera cualquier disquisición semántica. Nos acerca subrepticiamente a la idea de que una persona en cierto momento puede ser o convertirse en terminal. ¿Es acaso la noción terminal una categoría válida para una persona? ¿Somos seres que en un momento nos podemos volver terminales? En caso de que terminal lo utilicemos para pacientes, en tanto personas enfermas, ¿es correcto incluso decir que un paciente es terminal? Un paciente, válgame la obviedad para seguir la propuesta argumentativa, también es una persona. ¿No es acaso también un juego del lenguaje para que la persona que enuncia, quizás nosotros, se separe de ese otro, siempre el otro, que se está muriendo delante de nuestros propios ojos?
Cuando una persona anciana comienza a transitar su última etapa de vida, esa época donde las funciones del cuerpo y la mente comienzan a menguar, donde distintos signos se encargan de dar lugar al final de la vida, ¿hablamos acaso de una persona terminal?
¿Se es enfermo, se está enfermo o se tiene una enfermedad?
Ahorrar palabras puede confundir. Y a veces herir.
…
El lenguaje tiene como una de sus metas nombrar a aquello que en lo real y/o simbólico existe. En este sentido es innegable que hay situaciones donde la enfermedad tiene un avance notorio y un deterioro evidente. Donde la muerte comienza a ser una posibilidad más que tangible. Nombrar a eso como terminal es un intento por resolver este desafío. Pero como intento también puede ser torpe y confuso. La palabra terminal contiene en sí mismo un fuerte simbolismo, que puede ir desde lo poético hasta lo horroroso. Pero, ¿podemos buscar otras formas, acaso más exactas, acaso menos impactantes, para “decir lo mismo”? Referirnos a estas situaciones como “enfermedad avanzada”, “enfermedad en estadío avanzado”, “enfermedad sin posibilidades de curación” pueden ser algunas opciones que intenten dar a entender a lo mismo, buscando y encontrando acaso un poco más de claridad.
Tema aparte cuando la palabra terminal se utiliza como sinónimo de “agonía”. La agonía es un período de tiempo, horas o escasos días, que irremediablemente antecede a la muerte. En general la agonía tiene elementos que la hacen más fácil de distinguir y nombrar, signos y síntomas del orden de lo fisiológico que la vuelven particular (algunos ejemplos pueden ser la respiración más pausada, los riñones que producen menos orina, la falta de apetito o un estado de conciencia disminuido). Es más, la fase de “agonía” paradójicamente no siempre implica agonizar (en su etimologia “sufrir mucho y angustiosamente”), existe la posibilidad, tal vez la capacidad, de morir lúcidamente, sin sufrimiento ni angustia.
…
Siguiendo la línea de pensamiento podríamos avanzar hacia la idea de que está claro que cuando decimos que un paciente está terminal estamos haciendo referencia a que está atravesando un estadío avanzado de su enfermedad. Ahora bien, ¿desde qué momento decimos que una enfermedad comienza a ser terminal? Si la terminalidad es una etapa, ¿podemos decir cuándo comienza? Es más, ¿podemos (pre) decir cuándo va a terminar? En algunos casos se dice que una persona tiene una enfermedad terminal cuando le quedan días, otras veces semanas, otras, meses. En otras situaciones lo terminal de una enfermedad no está necesariamente relacionado al (supuesto) tiempo que le resta de vida sino a otras variables tales como las mínimas o nulas chances realistas de curación o el rápido deterioro de ciertas funciones vitales.
Tanta variabilidad en su uso no hace más que poner en duda la palabra misma (el intento por abarca todo: “todos somos terminales”). En definitiva, nadie nos puede garantizar que cuando decimos terminal damos a entender con precisión a qué nos estamos refiriendo ni viceversa. Ninguna palabra que lleve consigo tanta amplitud en su significado aparece como un término eficiente si lo que buscamos realmente es entendernos. Mucho menos cuando lo que estamos pretendiendo es calificar un estado tan especial, tan trascendente, -¿tan innombrable?- como es una enfermedad grave, avanzada y en etapas de muerte más o menos inminente.
En cuidados paliativos solemos, no todos imagino, evitar la palabra terminal. No porque neguemos la enfermedad ni la muerte, claro está, sino porque nuestra práctica nos enseña que ningún término que conlleva significados tan disímiles (unos días de expectativa de vida no tiene nada que ver con unos meses o años, no curarse no tiene nada que ver con estar viviendo la última semana de vida) es una buena herramienta para incluir en ninguna conversación.
Además, y yendo más allá de las acepciones que dan cuenta de las múltiples temporalidades de la palabra terminal, vuelvo a preguntarme: ¿podemos realmente asignar la categoría de terminal a una persona?
…
Comprendo, o al menos creo comprender, la intención de ese médico en la televisión que proponía que todos somos terminales, y que esa supuesta terminalidad congénita –siguiendo su línea de pensamiento– nos debería hacer disfrutar más la vida, los afectos y el día a día. Pero su propuesta de aceptarnos todos como personas terminales –me pregunto si no sería más correcto decir lisa y llanamente mortales– me hace pensar si no hace que el concepto de terminalidad se desdibuje, se banalice, se destiña. Si todos somos un poco algo, en parte nadie lo es del todo. La generalización termina siendo un enemigo tangible de cualquier particularización.
Si bien la terminalidad es amplia en su significado y puede dar lugar a concepciones variables según quién la dice y quien la escucha (incluso según dónde y cuándo se la utiliza), que aparezca en un medio masivo de comunicación no deja de ser una oportunidad para poner en conversación una situación vital por la que muchos –no todos: también hay accidentados, suicidados, ¿simplemente ancianxs?– vamos a pasar.
Sin embargo, no puedo evitar reflexionar que con lograr hablar de la muerte a veces no alcanza. Estamos siempre llamados a decidir qué uso, qué acepción, qué alcance le damos a las palabras que elegimos para hablar y comunicarnos. En la televisión, podría ser en una mesa de café, pero especialmente en un medio masivo de comunicación hablar de terminalidad –con lo valiente y oportuno que esto puede resultar– y referirse a ella como una oportunidad para disfrutar más el día a día deja gusto a poco, a oportunidad perdida, más cuando quien lleva el tema, quien elige esa palabra, es un profesional de la salud.
Las palabras son a veces excusas y atajos, oportunidades que nos permiten visibilizar algo. Formas de decir un poco pero no decir del todo. El sentido que les asignamos, especialmente a aquellos términos que gozan de un variado espectro de significados son el detalle final que permiten seguir comunicándonos en un ambiente de confusión o comenzar a transitar nuevos escenarios de claridad.
* médico pediatra paliativista / Fundación IPA