Ella deriva en furias. La llevan a callejones sin salida que exponen su dolor en carne viva, una y otra vez. Está desbocada. Incontenida.

Evade sus días a través de fantasías en las que descarga su ira contra esos médicos que le han causado tanto daño. En ellas, se imagina con el poder destructivo de una bestia sobrenatural y vengativa. Vomita sobre el rostro de esa gente su furia incandescente. Les quema las caras. Las golpea hasta desfigurarlas. Desgarra las manos que tocaron a su hijo y borra el rastro de los errores cometidos.

Estas fantasías no son más que un ardid, pero las necesita. Encuentra en ellas una bocanada de aire, un espacio donde descomprimirse y liberarse. En ese instante en el que materializa su enojo, la agitación se detiene. Sus latidos se desaceleran, la piel transpirada se enfría. Hay calma. Esa sensación es tan reconfortante que apenas le importa la versión de sí misma que despliegan sus imaginerías.

Ese extraño bienestar es pasajero, dura lo que le toma a sus furias enredarla nuevamente en telarañas. Está atrapada y demasiado perdida: no sabe qué otra cosa hacer con este duelo insoportable. Quisiera respirar sin sentir que se le acaba el aire. Quisiera quitarse de encima este tormento. Quisiera que su hijo hubiera tenido otra muerte. Quisiera sentirse como se sentía antes de que la ausencia se volviera punzante. ¡Quisiera que esas gentes le dijeran que lo sienten!

Camina solitaria, arrastra su incomodidad a donde vaya. Pasan días y semanas. Nada cambia. El recorrido de su enojo se repite inalterable; ella se imagina siempre cruel e imperturbable. Está hastiada de saberse empantanada en ilusiones. Está cansada de dar pasos en el aire.

A fuerza de agobio emprende un viaje. Necesita que de alguna forma amainen sus intensidades. Elige como destino una ciudad en la que ha vivido mucho antes de ser madre, cuando empezaba a imaginarse siendo grande. Se pierde entre sus calles y su gente. Encuentra otra forma de evadir los días. Allí pasa inadvertida: es sólo alguien. Se siente liberada de sí misma y de su historia. Flota liviana en mareas humanas. 

Esa sensación es embriagante; quiere retenerla para todos sus instantes. Pero, de repente, se interrumpe. Al pasar se ha visto en una vidriera de ropa deportiva. Bruscamente cae al suelo y siente otra vez el peso de su duelo. Su reflejo cambia el aire. No puede dejar de mirarse, ni de oír la voz que empieza a hablarle: “Mirá tu piel, llena de púas. Mirá tu boca deformada por vomitar rabias. Mirá tu cuerpo, hecho nido de huracanes. Mirate, vegetariana desde los veinte y quemando caras para encontrar algo de calma. Mirate, tan lejos de casa. Es momento de rendirse, de soltar todo este lastre, de animarse a ver el hueco que te parte sin hacerte dos mitades, y encontrarte”. 

Es noviembre en Buenos Aires. Llueven pétalos de cielo desde un jacarandá. 

BIO  Ailin Reising

Además de licenciada en Sociología, doctora en Filosofía y docente universitaria, Ailin Reising es una mamá a la que las vueltas de la vida acercaron a la reflexión sobre la muerte y las emociones.

A cuatro años de la llegada y la pronta partida de uno de sus hijxs, toma coraje y pone en palabras su dolor y sus procesos. Porque la palabra es el mínimo código común en que podemos compartir situaciones siempre tan únicas, pero también tan eco de dolores de otrxs. Al leer su duelo como una oportunidad de dialogar con esos otros dolores, deja de ser “su propio duelo” y toma una dimensión compartida que lo saca de ese lugar al que culturalmente este tipo de pérdidas está condenado: la esfera de lo íntimo, lo personal (a lo sumo, familiar), pero en silencio respecto del resto del mundo.

Contundente y tierna, como es ella, nos regala cada dos semanas sus “Escenas de duelo perinatal”.