Lidiar con una muerte enraizada en acciones humanas es difícil. Perder esa otra que se había aceptado inicialmente, también. Enfrentarse a un nuevo relato que la explica repliega el duelo sobre sí mismo, obliga a duelar también el “después” de la muerte que se había construido en torno a ideas y creencias que ahora pierden sentido. Esta muerte duele ahora muy distinto. Muestra filos cortantes y una rispidez que atraganta. Saberla evitable lastima: hace que la ausencia queme. Cada vez que piensa en su bebé, crepita. Arde en impotencias. Pero el fuego de esta muerte no combustiona sólo ahí, en esa evocación de amor desesperado. Se propaga también en sus recuerdos al ritmo en que la verdad reescribe los días.

Esas idas y vueltas en el tiempo fagocitan algo que hasta entonces no había sido alterado por la muerte: el “antes”. Germinan allí dolores nuevos, de los que crecen rabias que se expanden como vientos.

Algunos recuerdos se esmerilan. Se impregnan de inquietud y de vergüenza. La enfrentan con lo que hizo y con lo que podría haber hecho. La enfrentan con esas dudas que dejó en silencio y con los miedos que desestimó sólo por ser miedos. Estas confrontaciones hieren y enojan al mismo tiempo. Muestran sin tapujos que ella también fue parte de las contingencias que necesitó esta muerte. La culpa coloniza el cuerpo. Engrosa su piel y le da más peso. Cambia el vínculo con su bebé.

Otros recuerdos ahora exhiben remolinos de violencias en los que ella estuvo sin haberse dado cuenta. La enfrentan a momentos de arrogancia y prepotencia. A derechos no reconocidos, a protocolos que no estuvieron y a recomendaciones técnicas que debieron seguirse y no se siguieron. Estos momentos la revuelven. Igual que advertir en ellos una recurrencia. Le provocan náuseas, estupor y desconcierto. Verse avasallada la perturba como nunca antes lo había estado. Pesa entender que su hijo fue privado de tanto, incluso una vez muerto. Se siente traicionada: ¡Son médicxs! ¿Cómo pueden generar todo este daño?

Ella sólo puede anidar furias. Las incuba hasta que expele huracanes de broncas e impotencias. Esos vendavales la rebelan contra sí misma y contra esas gentes. Se grita la culpa y a ellxs les grita su voz de madre; esa que ahora tiene, sabiendo qué ocurrió realmente. 

Esas furias la rebelan también contra esta muerte, que quita y quita. Duele cada despojo: su bebé, tanto de sí misma y mucho de ese mundo en el que ella creía. Pero lo que desata una ira incandescente es perder también los recuerdos que retenían a su hijo. Resignificados con el peso de lo que verdaderamente ha pasado, esos recuerdos retienen otras cosas. Ella quisiera volver al primer llanto y escucharlo extasiada como entonces. Pero la memoria le devuelve ahora un llanto que suena diferente, que no emociona. Su hijo se le escurre también ahí.

Sus enojos son interminables. Siguen el destino de las furias que caminan por el aire. No cambian lo ocurrido. Pero a ella sí la cambian. La agitan y la encierran en sí misma. La alejan de quienes ama. La dejan perdida en una soledad atemorizante.

BIO  Ailin Reising

Además de licenciada en Sociología, doctora en Filosofía y docente universitaria, Ailin Reising es una mamá a la que las vueltas de la vida acercaron a la reflexión sobre la muerte y las emociones.

A cuatro años de la llegada y la pronta partida de uno de sus hijxs, toma coraje y pone en palabras su dolor y sus procesos. Porque la palabra es el mínimo código común en que podemos compartir situaciones siempre tan únicas, pero también tan eco de dolores de otrxs. Al leer su duelo como una oportunidad de dialogar con esos otros dolores, deja de ser “su propio duelo” y toma una dimensión compartida que lo saca de ese lugar al que culturalmente este tipo de pérdidas está condenado: la esfera de lo íntimo, lo personal (a lo sumo, familiar), pero en silencio respecto del resto del mundo.

Contundente y tierna, como es ella, nos regala cada dos semanas sus “Escenas de duelo perinatal”.