En ocasiones me han consultado por qué —de todas las líneas de investigación posibles en Antropología Social— decidí estudiar la muerte. Esta curiosidad generalmente estaba ligada a la idea de que seguro había tenido una vida estrechamente vinculada con el morir, lo que habría llevado a que se despertara en mí una afinidad por este tema. Sin embargo, al responder siempre hice hincapié en lo contrario: decidí estudiar la muerte porque me sorprende lo poco presente que se encuentra en nuestra vida cotidiana, lo poco que hablamos de ella y lo difícil que es —dado todo esto— encontrarle algún sentido que no solamente esté atravesado por emociones como la angustia o la tristeza. Y esta sorpresa se acrecienta aún más por el hecho de que la muerte es una de las pocas cosas —si no la única— que los seres humanos sabemos con seguridad que (nos) sucederá.
A lo largo de mi vida, recuerdo que uno de los ámbitos donde sentía con mayor fuerza esta sorpresa era la escuela. En parte porque se suponía que ese era el lugar por excelencia donde se aprendía lo necesario para socializar en el mundo que nos tocó habitar. Y los días pasaban, pasaban las semanas, los meses, los años, y aprendía Matemáticas, Ciencias Naturales y Sociales, Inglés e Historia, pero nunca mencionábamos el hecho de nuestra propia mortalidad. Hablábamos sobre el ciclo vital de los organismos, con su muerte incluida, o sobre eventos históricos signados por la muerte de una cantidad impresionante de personas, pero jamás conversábamos sobre nuestra muerte ni sobre la de quienes nos rodean. Nunca charlábamos sobre cómo es posible o probable que sea nuestra muerte ni sobre cómo podemos ayudar en el cuidado de familiares o amistades que se encuentran transitando los últimos días de su vida. Faltaba siempre esa muerte, no la que ocurre lejos en los libros o en otros seres vivos que no son humanos, sino esa que NOS ocurre, que nos va a ocurrir con seguridad y que no sabemos ni cuándo ni cómo.
A veces pienso que quizá sea algo de época, que efectivamente esto ha cambiado con los años, pero más allá de algunas iniciativas individuales, lo cierto es que la currícula escolar (lo experimento hoy con mis sobrinos) ha incorporado temas como la ecología o la sustentabilidad —muy importantes, por cierto—, pero sigue sin decir mucho sobre el hecho de que somos seres finitos, que algún día moriremos.
Por suerte, hoy en día nos encontramos en un escenario mucho más favorable, en comparación a aquel de mi edad escolar, para poder pensar formas de modificar esto. Principalmente por el avance que los cuidados en el final de la vida han tenido desde la segunda mitad del siglo XX hasta aquí, cuyo objetivo ha sido en parte recordarnos la importancia de charlar sobre estos temas.
Pero antes que nada, ¿por qué sería deseable hablar sobre la muerte en las escuelas? ¿Por qué incorporar este fenómeno como parte de la currícula escolar? Creo que la respuesta a estas preguntas es sencilla, y algo en lo que nos podemos poner relativamente de acuerdo. Si usted fuese a atravesar un evento inevitable en su vida, diferente del morir, ¿no cree que sería conveniente tener una mínima preparación? ¿O haber podido hablar sobre este evento con sus amistades o familiares? ¿No le daría mayor tranquilidad saber que el mundo social en el cual vive es un lugar seguro para charlar sobre este evento? Bueno, con la muerte pasa algo similar. Y aquí es donde el conocimiento producido por la Antropología Social respecto del estudio del morir puede ser un insumo valioso para pensar una Pedagogía de la Muerte. Entender cómo experimentan la muerte otros grupos humanos nos ha permitido comprender que la manera angustiosa en que la vivimos no sólo es una más entre otras —y, por ende, no es la manera “natural”—, sino que se encuentra directamente vinculada con la forma en la negamos nuestra finitud y borramos la muerte del cotidiano de la vida social. La vida escolar es simplemente un reflejo de este problema más profundo.
Otra posibilidad que nos brinda la Antropología Social aplicada al entendimiento del fenómeno de morir tiene que ver con la posibilidad de comprender con qué otros sentidos y significados se encuentra vinculada en el contexto específico de nuestra cultura. No voy a extenderme demasiado porque no es el objetivo principal de este escrito, pero la oda a la belleza y a la juventud en la que vivimos, acompañada de los imperativos de productividad a los que nos somete el capitalismo, terminan configurando en parte ese sentido negativo que generalmente asociamos a la enfermedad y a la muerte (y nuestro consecuente miedo o rechazo hacia ella). No tomar la responsabilidad de incorporar el morir en nuestros esquemas pedagógicos implica que este fenómeno continúe siendo guiado simbólicamente por estos ideales. Por esto, es fundamental proponernos una Pedagogía de la Muerte. Porque necesitamos asumir de manera crítica la tarea de pensarnos, a nivel colectivo, como seres conscientes de su propia finitud, y de todas las cuestiones que esa finitud conlleva (poder enfermar, necesitar cuidados de otras personas y, efectivamente, morir). Este tiene que ser necesariamente un trabajo activo.
Deseo que, de aquí a diez o veinte años, las personas transiten su vida escolar como un espacio seguro para hablar sobre la muerte. Sobre la suya y la de aquellos a quienes quieren. Que nadie les ignore o les cambie de tema cada vez que quieran expresar sus emociones en relación a estos temas. Que entiendan que, así como la Física o la Química, entender las condiciones específicas a partir de las cuales se expresa nuestra existencia es un aprendizaje necesario para todo ser humano.
BIO Darío Iván Radosta
Estudió Antropología en la Escuela Interdisciplinar de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y bioética en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Intrigado por las ideas en torno a la muerte y al morir, se dedicó a investigar acerca del cuidado en el final de la vida dentro del movimiento hospice.
Actualmente forma parte de la Red de Cuidados, Derechos y Decisiones en el Final de la Vida de CONICET y es docente de la UNSAM y la Universidad Favaloro.