En esta ocasión, me toca hablar de la muerte en primera persona. El 10 de julio pasado, mi papá falleció a causa de un tumor avanzando que le encontraron en el abdomen. Lejos estoy de querer hacer de este escrito una narración de lo que sucedió, pero lo cierto es que haber atravesado esta experiencia —en conjunto con familiares, amistades y profesionales de la salud— me ha permitido reflexionar, tanto voluntaria como obligatoriamente, sobre ciertas cuestiones asociadas al proceso de morir en nuestra sociedad. Eso es lo que quiero presentarles, una serie de pensamientos que he tenido a lo largo de este mes y medio y que quiero hacerles llegar de la misma forma en que me sucedieron: como un conjunto no ordenado de ideas con las cuales he tenido que enfrentarme, y que aún hoy continúo procesando psíquica y emocionalmente.

En principio, haber podido repasar todo lo sucedido en mi cabeza me permitió darme cuenta de cómo nuestra idea de la muerte no sólo se encuentra medicalizada, sino también atravesada por lo que podría llamarse una “espectacularización de la Medicina”. Tendemos a pensarnos muriendo en la cama de un hospital, de una enfermedad que amenaza nuestra vida. Pero, al mismo tiempo, la idea que tenemos de cómo eso sucede se encuentra mediada por consumos culturales específicos. Los shows televisivos sobre Medicina nos han hecho creer que los diagnósticos de enfermedades potencialmente mortales son siempre certeros y que una persona no puede convivir con un padecimiento de este tipo sin que haya una clara manifestación en un nivel orgánico. 

Sin embargo, lo cierto es que, en ocasiones, esto no ocurre así. Mi padre tuvo uno de esos tumores que no avisan y que, cuando avisan, ya es muy tarde. Cualquiera que lo hubiese conocido dos semanas antes y hubiese visto su deterioro los días que estuvo internado se habría sorprendido. Sólo pocos días antes de ser internado comenzó a tener síntomas que uno podría considerar que significaban que algo definitivamente andaba mal, pero no iban más allá de una pérdida de apetito y fatiga (que uno, además, podía atribuir al hecho de que no estaba comiendo). Uno puede convivir con un tumor que lo está matando, y la enfermedad puede no presentarse de manera obvia.

Por otra parte, ya fallecido mi papá, tuve la oportunidad de experimentar todo eso que vivimos “quienes quedamos”, quienes sobrevivimos a esa muerte. Aquellas personas que estamos en duelo. Y aquí quiero destacar también la importancia, para el caso de encontrarse la persona internada en una clínica u hospital, de la comunicación interpersonal con los equipos de Salud. Mientras mi viejo se encontraba vivo, una médica oncóloga decidió tener una charla con mi mamá en la que le preguntó si no había percibido ningún síntoma. Mi mamá describió lo que comenté en el párrafo anterior, lo que toda la familia había vivido. La oncóloga le respondió que no podía ser, que esto tenía que ser de “larga data”.

Ese día, mi mamá volvió de la clínica con un nivel de culpa que no sólo no podría haber previsto, sino que también me afectó profundamente. Tanto ella como yo comenzamos a repasar en nuestras cabezas cada “llamado de atención” (que se nos aparecían ahora como tales, aunque efectivamente no lo habían sido) y nos castigamos creyendo que tendríamos que haber hecho más, que no supimos escucharlo, que de habernos dado cuenta, quizá, él seguiría vivo (algo incomprobable). Y esto es algo con lo que seguimos lidiando, pero no quería dejar de destacar lo siguiente: a quienes se dedican al arte de cuidar a otras personas, sepan que sus palabras no pasan desapercibidas. Sepan que, quienes no conocemos el mundo técnico de la Medicina, confiamos en ustedes con la suficiente seguridad para dudar de nuestra propia percepción y castigarnos psicológicamente por ello. Por este ínfimo comentario, el sentido que le dimos a la muerte de mi papá se vio atravesado por una sensación de culpa, que lamentablemente tiñó todas las etapas del duelo. Me parece importante, a raíz de esto, insistir con el hecho de que acompañar a alguien que está muriendo es mucho más que controlar los síntomas de la persona que padece la enfermedad. Decidir cómo y qué comunicar —y aquí les hablo principalmente a las personas que trabajan profesionalmente en el ámbito de la Salud— puede tener un impacto significativo en el bienestar de quien padece la enfermedad y de su entorno. 

Me gustaría hablar también sobre la forma en la que decidí despedir a mi papá en el Instagram de @hablemosdemorir . Ahí marqué que, lejos de idealizarlo, consideraba que la forma en la que mi papá era recordado por quienes lo conocieron tenía que ver con quién fue en vida. Estoy absolutamente en contra de idealizar o demonizar a las personas cuando mueren. Mi papá fue eso, un ser humano, con sus errores y sus aciertos. Una persona cuyas creencias, muchas veces, eran compatibles con las mías y, muchas otras, no. Pero me alegró poder ver que, en los lugares donde trabajó como docente, se lo recordó precisamente por esa devoción que tenía por la educación.

Y hablando de recordar a quienes han fallecido, quisiera cerrar estas reflexiones contando un poco el “después”. De lo poco que charlamos con papá acerca de qué quería que hiciéramos con él cuando muriese, estuvo siempre rondando la idea de poner sus cenizas en una urna biodegradable. Así lo hicimos: se encuentra plantado en el patio de la casa en la que vive mi mamá, dando vida a una semilla de, irónicamente, el árbol de la vida. Fue sano para nosotros despedirlo así, como él quería. Esto tuvo sentido porque, desde que empecé a interiorizarme en estos temas, incité siempre a que mi papá y mi mamá hablaran abiertamente acerca de qué querían que hiciéramos con sus cuerpos cuando murieran. Gracias a eso, yo ya sé que mi mamá quiere que pongamos sus cenizas en otra urna y que la plantemos en una maceta al lado de donde están las cenizas de papá. Hablar sobre esto hace que todo sea más sencillo para quienes quedamos, para quienes tenemos que hacer el duelo. 

Hablen, comuniquen lo que quieren, que por momentos pensamos que la muerte está muy lejos y en realidad se encuentra mucho más cerca de lo que queremos aceptar.

 

BIO Darío Iván Radosta

Estudió Antropología en la Escuela Interdisciplinar de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y bioética en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Intrigado por las ideas en torno a la muerte y al morir, se dedicó a investigar acerca del cuidado en el final de la vida dentro del movimiento hospice.

Actualmente forma parte de la Red de Cuidados, Derechos y Decisiones en el Final de la Vida de CONICET y es docente de la UNSAM y la Universidad Favaloro.