Texto y fotos por Débora Cerutti

Yo nací y crecí bajo las estrellas de la Cruz del Sur. Vaya donde vaya, ellas me persiguen. Bajo la cruz del sur, cruz de fulgores, yo voy viviendo las estaciones de mi suerte. No tengo ningún dios. Si lo tuviera, le pediría que no me deje llegar a la muerte: no todavía. 

Fragmento de Eduardo Galeano, El libro de los abrazos (Siglo XXI, 1989)

 

“Vos sentiste distinto, porque no estabas”, me dice mi vieja. Es cierto. Hubo varias cosas que no atravesé por el cuerpo, como ver a mi abuelo llorar y a mi viejo gritar de horror. Tampoco sentí el olor de la colonia que usaba Ilda perfumando el último rato de su vida, ni leí lo que dejó en aquel galpón del fondo de su casa donde decidió que la encontraran, entre cacharros viejos, macetas con plantas bellas y su bicicleta con frenos de varilla. No vi las marcas de la soga en su cuello. No vi su atuendo mortuorio preparado y cosido por ella misma con esa Singer que tenía en la cocina. No vi su acto preparatorio. Nadie lo vio. Nadie esperaba lo que pasó.

Ilda es mi abuela suicida. Y un poco antes de que fuera mi abuela “que se suicidó a los 72”, era mi abuela, a secas. A la que amé profundamente. La que me escribió una carta unos días antes de su muerte. Una carta que demoró quince días en llegar a donde yo estaba. Una carta que recibí unos días antes de su suicidio, en la que me invitaba a tomar un café, a jugar a las cartas, en la que me contaba sobre su espera ansiosa y su saber que yo estaba bien y que con eso, aunque me extrañaba y quería verme, era suficiente.

La Ilda: ¿Qué tenía? ¿Nunca les dijo nada de sus ganas de morir? Pero ¿estaba depresiva? ¿Qué le habrá pasado por la cabeza, pobrecita? ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Ustedes no se dieron cuenta que se quería ir? Pero ¿no la vieron que estaba mal? ¿Tenía alguna enfermedad? Pero ¿cómo? Si creía tanto en dios e iba a misa y sabía que eso era pecado… ¿No pidió ayuda? 

La culpa. La culpa que atravesó a toda la familia por no haberse dado cuenta de que iba a tomar esa decisión. Intuir que en algún gesto que no se supo leer, ella estaba pidiendo ayuda. La culpa. La culpa católica de no haberla ayudado a seguir viviendo. 

“Pido perdón a dios y a todos los que les va a doler esta decisión. No me velen. Crémenme. Luis, disfrutá de tus nietas y tus nietos”. Algo así me contaron que decía la nota que decidió dejar al lado de su cuerpo. Antes de subirse a un banquito. Antes de hacer el nudo perfecto. Después de vestirse para la ocasión. Después de comer un pedazo enorme de torta de cumpleaños que le había llevado mi mamá. Después de decirle a mi abuelo que ya iba a dormir la siesta con él. Después de lavar los platos. Después de tomar la sopa de verduras. Después de barrer la vereda por segunda vez en la mañana, indignada con la cantidad de bolitas de siempreverde que caían todo el tiempo. Mucho, pero mucho después de los últimos ravioles que hizo para mis primas y mis primos un domingo cualquiera. 

El recuerdo del recuerdo es lo que logro traer hoy a la memoria. La verdad de imaginar esas palabras escritas en papel con su puño y su letra tan cursiva, tan prolija, tan de la generación que no fue a la escuela más que un par de años en su infancia y que luego siguió escribiendo: listas de almacén, cantidad de puntos para el pullover de la nieta, tarjetas de felicidades por aniversarios, nacimientos, números y nombres en un agenda telefónica, recetas de remedios caseros, de postres y de escabeches.

La vida de mi abuela suicida me arde. Su historia, como la de muchas abuelas, es la historia de los mandatos de la sumisión, del silencio, del estar dentro de la casa, de no tener tiempo de ir al baño. La historia de trabajar todo el día sin ver un peso, de limpiar inodoros, fregar pisos, planchar sábanas, lavar pañales, blanquear toallones, sacar telas de araña, envolver los regalos, coser el pantalón, pulir los zapatos. Sin conexión con el placer. La historia de mi abuela Ilda, es la historia de otras abuelas, de muchas madres, y de algunas personas todavía de mi generación. La vida y la muerte de mi abuela Ilda están impregnadas de eso que algunas llamamos patriarcado. 

Mi abuela suicida me arde. 

Ella y todas mis ancestras. 

Me sumerjo en los mares y en los ríos con ellas.

 

Tierra y memoria

Mucho me falta por andar. Hay lunas a las que todavía no ladré y soles en los que todavía no me incendié. Todavía no me sumergí en todos los mares del mundo, que dicen que son siete, ni en todos los ríos del Paraíso, que dicen que son cuatro.

Fragmento de Eduardo Galeano, El libro de los abrazos

Cuando tenía 10 u 11 años, acompañé a la Ilda al cementerio, donde están enterrados todavía los muertos que ella amó. Iba también el Luis Wenceslao, mi abuelo. Se quisieron, a su manera. El hombre con el que se casó y con quien tuvo tres hijos varones, el hombre al que le hizo la cama, el amor, la sopa, las camisas y las bufandas. 

Con nuestro descenso al reino de los enterrados, bajamos del auto también un balde verde, un trapo blanco y unas calas blancas para ofrendar. Creo que fue la primera vez que pisé un cementerio. Y me largué a llorar mientras mi abuela ponía agua de una canilla en el recipiente, para llevarla hasta el nicho, para vaciarlo en las tumbas y para desempolvar ese lugar de resguardo de los restos de esos seres inanimados a quien se decidió seguir nombrando aún después de muertos. “La vida es así. Todos nos vamos a morir”, recuerdo que me dijo.

Por primera vez, en un cementerio, supe que yo también me iba a morir. Y desde allí, el peso de la muerte es a veces tan liviano como la presencia en la vía láctea. Y otras veces, tan pesado como la ausencia de alguien a quien desearíamos escucharle la voz y tocarle las manos. 

Nadar, arder, volar

En Montevideo, hay un niño que explica: —Yo no quiero morirme nunca, porque quiero jugar siempre. 

Fragmento de Eduardo Galeano, El libro de los abrazos

Yo no estaba ahí. Estaba lejos. De viaje, a miles de kilómetros de aquel suicidio y a tres aviones de regreso a mi casa, no supe sobre mi abuela suicida. No supe nada. Me lo contaron quince días después cuando llegué a Río Tercero, mi ciudad natal: “La Ilda no se murió como te dijimos. No le agarró ninguna enfermedad. La Ilda se mató”.

Hablar desde California a Córdoba era un trámite engorroso. Caminar tres kilómetros hasta el pueblo siguiente. Atravesar cientos de pinos a la vera de la ruta, la nieve y una pequeña reserva de agua congelada. Discar más de veinte números en una cabina telefónica que había en una estación de servicio para luego marcar el número de teléfono fijo con el que me comunicaba por apenas unos minutos. Luego de la breve comunicación, solía ir a un café pequeño repleto de libros, mirar la poca gente que transitaba en el pueblo, y tomar nota de una cultura jipi en extinción. 

El día en que la Ilda se mató, yo estaba frente al gigante lago Tahoe en California. Miraba los movimientos milimétricos del agua. Sentía el invierno, pero usaba un gamulán de corderoy que era de la juventud de mi viejo, y no tenía frío. No pensaba en nada, pero intentaba entender la cartografía astral en la que estaba, tan inversa a la del sur global. El día en que la Ilda se suicidó, yo supe. Un pájaro que vino a atravesarme el corazón me lo contó.

Fue un viernes, recuerdo que fue un viernes. Traté de encontrar conexiones ancestrales, políticas, biográficas, pistas para comprender el momento en que decidió su muerte. Ni una sola. Sólo datos que afirmaban muertes en distintos rincones del planeta y mujeres asesinadas por ser mujeres en distintos rincones del planeta.

¿Qué es sentir distinto un suicidio? ¿Comprender la muerte desde el dolor sin sufrir? ¿Leer un gesto de rebelión ante todo lo que está moralmente bien, como envejecer hasta que dios, la patria, el patrón o el marido manden? 

A un mes de su acto suicida, le escribí mis sentires sobre su desaparición física a mi abuela suicida. Allí digo que algunas claridades no necesitan ser escritas para ser recordadas. Un suicidio, cualquier suicidio, es antes que nada, un gesto político ante un mundo que nos acorrala en nuestras muertes. La decisión de morir. Dolorosa. Abrupta. Condicionada, como todas nuestras decisiones. 

Yo siempre digo que estaba cansada, aunque se la veía bailar con una escoba mientras un tango sonaba en la radio. Yo siempre digo que fue su hartazgo de esa rutina de las tareas de la casa que quizás la impulsó a sentir el cierre de su ciclo vital. Aunque la verdad, no lo sé. Yo siempre digo, como el niño uruguayo, que no me quiero morir nunca porque quiero jugar siempre. Pero si algún día la decisión de vivir o morir está en mi cuerpo y lo que quiero es morir, ojalá mi abuela suicida me visite en forma de pájaro para acompañarme en el vuelo. 

BIO Débora Cerutti

Nadó en ríos, mares y lagos cada vez que pudo. Creció entre flores de todos colores y campos de soja fumigados. Bordó algunas telas y cocinó recetas del desierto. Intentó hablar desde el corazón. Todavía lo intenta. Su carta astral le indicó que era triple Escorpio. Usa eso como una herramienta para la vida y la muerte. Quería ser algo que le permitiera viajar: astronauta, azafata o camionera. Y se convirtió en comunicadora y periodista. Sintió la injusticia por primera vez hace mucho tiempo. Hoy camina, lleva y trae voces de las resistencias e intenta desentramar las violencias de manera colectiva, mientras habita los días y las noches en el valle de Traslasierra, Córdoba.

Se formó como educadora popular, se enredó en la defensa de territorio junto a organizaciones y asambleas, fue docente muchos años, coordinó varios espacios de formación política. Se doctoró en Estudios Sociales de América Latina y hoy investiga los efectos de la extracción de litio con una beca posdoctoral de CONICET.

Fotografía lo que ve y escribe en varios medios, tanto gráficos como radiales, tanto académicos como barriales, de distintos lugares de Latinoamérica, convencida de que, como dice Daniel Moyano, “las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo; sin ellas, desaparecerían”.